Alexander Vashavsky (Moscú, Rusia; 1946) se doctoró en Bioquímica en 1973 por el Instituto de Biología Molecular de Moscú, donde trabajó como Research Fellow hasta 1976. En 1977, obtiene un visado para Estados Unidos y consigue un puesto como profesor auxiliar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde pasó a ser profesor adjunto (1980-1986) y finalmente catedrático de Biología. Desde 1992, ocupa la cátedra Howard and Gwen Laurie Smits de Biología Celular en el Instituto de Tecnología de California (Caltech).
Es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, la Academia Nacional de Ciencias, la Organización Europea de Biología Molecular (EMBO), la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia y la Academia Europea de las Ciencias (Academia Europaea). Entre los reconocimientos a su trayectoria, se encuentran el Premio Max Planck, de la Sociedad Max Planck y la Fundación Alexander von Humboldt (2001), la Medalla Wilson de la Sociedad Americana de Biología Celular (2002) y el Premio Breakthrough de Ciencias de la Vida (2014).
Discurso
Biomedicina, IV edición
Una tarde de agosto de 1977 un estadounidense y un ciudadano ruso se encontraron en la estación de trenes de Helsinki. Se abrazaron. El americano llevaba una gabardina con el cuello levantado, un guiño a las películas de espías, según contaría después su amigo. El ruso acababa de estar conversando con Francis Crick, el codescubridor de la estructura en doble hélice de la molécula del ADN. Ambos se dirigieron al puerto y tomaron un ferry a Estocolmo, a pesar de que el ruso no tenía visado. Una vez en Suecia, se subieron a un taxi y fueron directos a la embajada de Estados Unidos.
Así comenzaba la vida al otro lado del Telón de Acero de un Alexander Varshavsky de 30 años, con el alma encogida por las represalias que su huida causaría a sus familiares, pero impulsado por el deseo de investigar sin las restricciones de un régimen que limitaba el contacto con el resto de la comunidad científica. “Mi madre era médico y mi padre científico; yo no sufrí privaciones físicas, pero vivir en un país comunista era psicológicamente difícil para personalidades como la mía, para las que la realidad y las esperanzas están en planetas diferentes; este tipo de personas quedan atrapadas por sus sueños”.
Se diría que Varshavsky ha logrado cumplir sus sueños. El galardonado con el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Biomedicina, actualmente catedrático en el Instituto Tecnológico de California (Pasadena, Estados Unidos) y con la nacionalidad estadounidense, ha tenido un papel clave en los avances de la biología de las últimas décadas. Es autor de un descubrimiento fundamental para la comprensión del funcionamiento básico de la célula y con importantes aplicaciones en medicina: el mecanismo de degradación de las proteínas y su importancia para la regulación del ciclo celular.
En los años ochenta se creía que la degradación de las proteínas en la célula constituía “un proceso simple, destinado únicamente a limpiar la célula de proteínas viejas o defectuosas”. Su trabajo ha demostrado que se trata de un mecanismo complejo que va más allá de la limpieza de la célula. La destrucción controlada de las proteínas garantiza que cada proteína esté presente en el momento y la cantidad adecuados; es un proceso esencial en las funciones celulares habituales: desde el control de la transcripción genética, la síntesis de proteínas y la reparación del ADN, a la división celular y la respuesta al estrés.
Tal es su importancia que su mal funcionamiento provoca muchas patologías, desde el cáncer a las enfermedades del sistema inmune y neurodegenerativas. De hecho, la búsqueda de terapias y nuevos fármacos basados en el mecanismo descrito por Varshavsky es hoy un área con gran actividad. La vida científica de Varshavsky comienza con la intensa atracción por la ciencia que el galardonado sentía ya de adolescente. Su padre, físico-químico, desarrolló trabajos relacionados con el programa de la bomba atómica rusa, lo que le daba derecho a una botella de leche extra.
Las conversaciones de los científicos que visitaban a los Varshavsky sedujeron para siempre al joven Alik: “A los 16 años lo quería hacer todo en la ciencia, y también soñaba con convertirme en escritor; sentía que todo era posible”. En 1964, tras aprobar con la nota máxima los exámenes de ingreso, se convirtió en estudiante de Química en la Universidad de Moscú. Quería ser biólogo, aunque sin renunciar a aprender física, matemáticas y química. En 1967 tuvo su primera idea científica, y, con ella, el impulso de dedicarse por entero a investigar; el tipo de emoción que más adelante le haría pasar una noche tras otra en el laboratorio.
Se acababa de descubrir que había genes que reprimían la actividad de otros genes, y Varshavsky se pre-guntó quién regularía a los represores: ¿Y si ellos mismos inhibieran su propia síntesis? “Me olvidé de las clases y me enterré en la biblioteca”, cuenta. La aventura condujo a la publicación de su primer trabajo científico, pero su fracaso en el resto de asignaturas estuvo a punto de provocar su expulsión y subsiguiente ingreso en el ejército soviético. En 1970 se incorporó al Instituto de Biología Molecular en Moscú. Por sus publicaciones en revistas internacionales empezó a recibir invitaciones para asistir a congresos, pero solo podía aceptar las de países socialistas. En 1977 se permitió por fin a Varshavsky asistir a un congreso en Londres. Pese a sus anhelos, el joven científico no abandonó su país, y la agencia de inteligencia soviética, el KGB, le premió con su confianza.
Cuando esta agencia necesitó un científico que informara de los avances de una posible nueva arma, la ingeniería genética, enroló a un muy sorprendido Varshavsky. En agosto de 1977, en su nuevo papel de espía, el investigador partía hacía un congreso en Helsinki. Esta vez sin vuelta.
Apenas unos meses después y gracias a la ayuda de –entre otros– el propio Francis Crick, Varshavsky tenía un laboratorio en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde permanecería diecisiete años: “Mi primer año en el MIT fue la felicidad en sí misma”. Su dedicación a la ciencia era total: “No lo percibía como una profesión, sino como lo único que jamás querría hacer en la vida”.
El interés por los mecanismos de degradación de las proteínas empezó en 1980, y fue producto de una idea-revelación.
Ese año otros grupos descubrieron que la ubiquitina, una pequeña proteína, se unía a otras que estaban destinadas a ser degradadas. Varshavsky intuyó entonces la gran importancia del proceso como regulador del ciclo celular, y dedicó los siguientes cuatro años de investigación a confirmar su hipótesis. Lo demostró en dos trabajos publicados, con gran impacto, en la revista “Cell”.
El siguiente paso fue explicar cómo sabe la proteína a quién etiquetar para su destrucción. Varshavsky descubrió que las ubiquitinas se acoplan a las proteínas que deben ser destruidas mediante un tipo de enzimas –las ubiquitinligasas– que integran una familia muy numerosa y diversa de moléculas y hacen posible que el mecanismo sea selectivo. El área sigue enormemente activa. “Uno de los aspectos más sorprendentes de las ubiquitinas es que se resisten a envejecer como área de investigación”, dice Varshavsky. En el momento de recibir el Premio Fronteras del Conocimiento, él mismo acababa de descubrir una vía de degradación de proteínas del todo nueva, potencialmente tan importante como la mediada por la ubiquitina. Al investigador que surgió del frío no se le acaban los retos.