Jeffrey M. Friedman nació en Orlando, Florida, Estados Unidos, en 1954, aunque se crió en los suburbios de la ciudad de Nueva York. Su padre era radiólogo y su madre profesora. En 1971 terminó el instituto y en 1977 se licenció en Medicina en la Union University. Durante su etapa universitaria e inmediatamente después participó por primera vez en proyectos de investigación.
Por recomendación de uno de sus profesores, ingresó en la Universidad Rockefeller para incorporarse en laboratorio de investigación básica, concretamente en el laboratorio de la doctora Mary-Jane Kreek, donde estudió el efecto de las endorfinas en el desarrollo de la adicción a los narcóticos. Se doctoró en 1986 y se incorporó como profesor en un laboratorio en la misma Universidad Rockefeller, ya con el objetivo claro de tratar de descubrir la naturaleza del gen ob/ob, presente en los ratones que padecían obesidad. La investigación culminó en 1994 con el descubrimiento y descripción de la leptina.
Actualmente es catedrático en esta universidad e investigador del Howard Hugues Medical Institute.
Discurso
Biomedicina, V edición
A finales de los años setenta Jeffrey Friedman acababa de doctorarse en Medicina. Le quedaba un año libre antes de especializarse en gastroenterología, y uno de sus profesores le sugirió probar con la investigación. Friedman entró en un grupo experto en química de la adicción. Lo que ocurrió fue que se sintió «totalmente cautivado» por la idea de que unas cuantas moléculas puedan regir conductas y emociones humanas, hasta el punto de que hoy sigue investigando en lo mismo: el control biológico de un impulso tan básico y a la vez complejo como las ganas de comer.
Su descubrimiento de la hormona leptina, que regula el apetito, le convierte junto con Douglas Coleman, el químico que predijo su existencia, en ganador del Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Biomedicina. El hallazgo de la leptina es importante en la medida en que la obesidad es cada vez más común en el mundo desarrollado, sin que las dietas adelgazantes –que para la inmensa mayoría no funcionan a medio y largo plazo– parezcan ser la solución. Los trabajos de Friedman y Coleman han abierto la vía al estudio de la biología de la obesidad y además han provocado un importante cambio de paradigma social: demuestran que esta enfermedad no se debe «a un comportamiento inadecuado, sino a un desequilibrio en un proceso regulado hormonalmente», señala el acta del jurado.
«No es que a los obesos les falte fuerza de voluntad para adelgazar, es que sus genes están alterados», dice Friedman; «la causa de la obesidad no es glotonería, es genética». «Debemos dejar de estigmatizar a los obesos. En su esfuerzo por perder peso ellos luchan contra su biología, pero también contra una sociedad convencida, equivocadamente, de que la obesidad es un fracaso personal». Es un cambio de enfoque con consecuencias médicas y que trae buenas noticias. «La aceptación de las bases biológicas de a obesidad nos permite concentrarnos en la salud en lugar de en el peso» –prosigue el galardonado– y para mejorar la salud «bastan pérdidas moderadas de peso». Con este nuevo punto de vista la victoria es más fácil.
La investigación de la obesidad comienza con un ratón nacido en el Jackson Laboratory, en Maine (Estados Unidos), en 1949. El animal, tres veces más gordo de lo habitual, comía vorazmente y desarrollaba diabetes. ¿Por qué? Se demostró enseguida, por cruces genéticos clásicos, que la causa estaba en un único gen. Las técnicas de la época no permitían encontrarlo, y durante años los investigadores no avanzaron más en el problema.
En 1965 Coleman (Ontario, Canadá, 1931) llegó al Jackson Laboratory –donde hoy es profesor emérito– con la intención de quedarse poco tiempo y sin un objetivo claro de investigación. Se le asignó trabajar con una segunda estirpe de ratones obesos, comparándola con la primera conocida; y, tras una serie de ingeniosos experimentos en que conectaba los sistemas circulatorios de parejas de ratones obesos y normales, concluyó que debía de existir un factor de saciedad que circula en sangre y que es capaz de suprimir el apetito. Descubrió también que esa hormona ejercía su efecto sobre el cerebro. La claridad de esos resultados no evitó, sin embargo, que «muchos de mis colegas mantuvieran el dogma de que la obesidad se debe al comportamiento, no a la fisiología», ha explicado Coleman. Pero otros sí que empezaron a buscar la hormona en cuestión, y de hecho «la búsqueda se convirtió en una carrera» en la que participaba el propio Coleman. Pero hizo falta paciencia.
Para el siguiente capítulo hay que esperar a 1986, cuando Friedman monta su propio laboratorio en la Universidad de Rockefeller, Nueva York –donde hoy es catedrático–, y decide buscar el gen del factor de saciedad. Ahora hubiera tardado unas semanas, pero la era de la genómica quedaba entonces muy lejos: «No existían las tecnologías actualmente disponibles para aislar genes», explica Friedman. «Sabía que iba a ser una tarea ardua, y decidí llamar a Coleman para obtener más información». Coleman recuerda esa llamada, y también la satisfacción, ocho años después, de ver probada su hipótesis. Porque en 1994 Friedman llegó a la meta. Ha contado que fue un periodo muy intenso: «con cada llamada temía la noticia de que alguien había encontrado el gen», y también que el desenlace fue «absolutamente emocionante. Durante meses no pude dormir pensando en lo increíblemente elegante y bello que es el sistema que ha inventado la naturaleza para contar calorías».
La leptina –término que procede del griego leptos, «delgado»– funciona como predijo Coleman. Es una hormona producida por las células de grasa que circula por el torrente sanguíneo y actúa sobre los centros cerebrales de control del apetito. Cuanta más grasa hay más leptina se produce y menos apetito se siente, lo que impide que un individuo obeso siga engordando; y viceversa, cuando disminuye la grasa corporal también lo hace la leptina, y el apetito aumenta. Un mecanismo importante desde el punto de vista evolutivo, como explica Friedman: «Sería muy peligroso no tener grasa, porque te arriesgas a morir de inanición, pero también es peligroso estar demasiado gordo, porque estás a merced de los predadores. El objetivo es mantener un nivel equilibrado».
Lo fino y robusto del sistema, capaz por lo general de mantener estable el peso del organismo durante décadas, maravilla a Friedman y Coleman, y es lo que hace que sea tan difícil adelgazar. «La sensación de hambre contra la que lucha un obeso cuando ha perdido una cantidad significativa de peso probablemente no es menos intensa que el impulso de beber cuando se está sediento», ha escrito Friedman. Los estudios muestran que el perfil psicológico y fisiológico de un obeso sometido a una dieta estricta es equiparable al de quien sufre inanición.Hoy se sabe que la leptina no es el único gen relacionado con la obesidad, pero su identificación ha sido el primer paso hacia la comprensión de los factores que controlan el apetito y, según ambos galardonados, hacia el desarrollo de futuros tratamientos farmacológicos.