BIOGRAFÍA
Mark Westoby (Hayes, Middlesex, Reino Unido, 1947) se licenció en Ciencias de la Ecología por la Universidad de Edimburgo en 1970 y, tres años después obtuvo el doctorado en Ecología de la Vida Salvaje por la Universidad del Estado de Utah. Entre 1970 y 1973 fue asistente de investigación en el US/IBP Desert Biome Modelling Group; y entre 1973 y 1974 investigador asociado en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). En 1975 comenzó su trayectoria en la Universidad de Macquarie, donde es catedrático emérito desde 2017. Entre 2005 y 2016 promovió y lideró el Centro de Investigación Genes to Geoscience de la Universidad de Macquarie, donde participó en el desarrollo de una fusión entre la genómica, la ecología, la paleobiología, y los sistemas terrestres. En 2017 fue nombrado miembro honorífico de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, y anteriormente, en 2014, fue nombrado Científico del Año por el Gobierno de Nueva Gales del Sur, entre muchos otros reconocimientos. También es miembro de numerosos comités y juntas, siendo el más reciente la presidencia del Comité Nacional de Ecología, Evolución y Conservación en la Academia Australiana de Ciencias, entre 2013 y 2015. Ha publicado 317 artículos de investigación en revistas internacionales.
CONTRIBUCIÓN
Los galardonados, de manera independiente y también colaborando, centraron su investigación en relacionar la función de cada planta en el ecosistema con rasgos físicos medibles, como la altura, el tipo de hojas o el tamaño de sus semillas. Identificaron así patrones en la diversidad funcional de las especies, a nivel global. El catálogo de estos rasgos funcionales se ha convertido hoy en una gigantesca base de datos, alimentada y usada por investigadores de todo el mundo para, por ejemplo, modelizar el impacto del cambio global en los ecosistemas, y buscar la forma de mitigarlo.
Como explica el acta, “las bases de datos cada vez más amplias [sobre rasgos funcionales de las plantas] están cambiando nuestra capacidad de predecir las consecuencias del cambio climático, tanto para la diversidad como para la función de nuestros ecosistemas”. La llamada ‘ecología de los rasgos’ que han impulsado los tres galardonados “está mejorando el diseño y la eficacia tanto de los esfuerzos de conservación de la biodiversidad, como de los modelos predictivos de ecosistemas”, añade el jurado, cuyos miembros han sido designados conjuntamente por la Fundación BBVA y el CSIC.
Por todo ello, el jurado considera que Díaz, Lavorel y Westoby han logrado “aportaciones extraordinarias a la descripción y preservación de la complejidad de la vida en la Tierra”.
Forma que hace función
No todas las plantas convierten luz solar en materia orgánica con la misma eficiencia, ni se reproducen igual de rápido, ni consumen la misma cantidad de agua. Estas distintas capacidades dependen de rasgos físicos medibles en las plantas, y tienen un gran impacto en el funcionamiento de todo el ecosistema. Este concepto de biodiversidad funcional “estaba en el aire” en la década de los noventa, ha explicado Sandra Díaz, en una entrevista realizada por videoconferencia tras conocer el fallo. Sin embargo, hasta principios del nuevo milenio no se abordó su estudio de manera sistemática.
En un trabajo publicado el año 2001 Díaz afirmaba: “Hay un consenso creciente sobre el hecho de que la biodiversidad funcional, o el valor y el rango de los rasgos de las especies, más que su número, determina el funcionamiento del ecosistema. Pero, a pesar de su importancia, la diversidad funcional ha sido estudiada en relativamente pocos casos”.
Para entonces, los tres galardonados ya habían coincidido en varios congresos internacionales, cada uno procedente de un rincón del planeta. “Realmente conectamos, disfrutamos discutiendo informalmente sobre la relación entre biodiversidad y función”, añade Díaz. De esas conversaciones surgió la iniciativa de crear una base de datos global de conocimiento compartido, algo “poco habitual entonces en esta área de investigación”, ha recordado por su parte Sandra Lavorel desde Nueva Zelanda, donde actualmente se encuentra realizando una estancia de investigación en el centro Landcare Research, en la ciudad de Lincoln. Los tres científicos explicaron el proyecto a colegas en principio reticentes, que decidieron colaborar “solo porque confiaban en nosotros”, ha recordado Díaz.
Así, como señala el acta del jurado, los galardonados “han tenido un papel determinante en la formalización del estudio de los rasgos de las plantas y han inspirado a sus colegas en todo el planeta a compartir el esfuerzo para medir la diversidad funcional de las plantas en los ecosistemas”.
Una base de datos de 200.000 especies de plantas
El éxito de la iniciativa superó con creces las expectativas: hoy en día la base de datos llamada TRY –en inglés “intento”, una referencia a las dificultades que sus promotores contaban con afrontar– contiene 12 millones de entradas, reflejando la diversidad de rasgos funcionales de unas 200.000 especies de plantas.
El jurado reconoce el valor de esta herramienta: “La ecología de rasgos funcionales ha permitido a los ecólogos realizar mediciones estandarizadas y comunes de las funciones de las plantas en todos los ecosistemas de la Tierra”.
Las plantas llevan a cabo funciones clave en el ecosistema, como fijar (secuestrar) carbono, obtener nutrientes y acumular biomasa. Ahora, gracias a la base de datos TRY, los investigadores pueden estimar cómo de eficientes son las plantas en estas y otras tareas, atendiendo a sus características físicas.
Uno de los hitos de su colaboración fue una publicación en 2016, en la revista Nature, titulada The global spectrum of plant form and Function, en la que por primera vez se abordó una clasificación de la biodiversidad funcional atendiendo a seis rasgos físicos. Estos rasgos están relacionados sobre todo con el tamaño de las plantas y sus componentes, como las semillas, y con la llamada “economía de las hojas”. Tal y como explica Westoby, hay hojas que capturan la luz “de forma muy ‘barata’, es decir, que capturan mucha luz con respecto a la inversión de recursos, pero la hoja no vive durante mucho tiempo; y también hay hojas relativamente ‘caras’, con un bajo nivel de rendimiento con respecto a su inversión pero que sobreviven durante mucho más tiempo”.
Para Díaz, el gran catálogo global de formas y funciones expuesto en 2016 es “la primera foto de la diversidad funcional de las plantas vasculares en la Tierra”. En el fondo se trata de entender los mecanismos que determinan el funcionamiento de cada ecosistema, como señala Westoby: “Los ecosistemas son máquinas en las que los engranajes y las palancas son especies, y por tanto al comprender cómo funcionan los componentes de la maquinaria, podemos comprender y predecir mejor las consecuencias de cualquier tipo de cambio en el medio ambiente, incluyendo la presión de la actividad humana”.
Cómo responder mejor al cambio climático
El tipo de conocimiento que aporta el enfoque funcional, y una base de datos como TRY, se aplica ya al diseño de modelos para mejorar la adaptación de los ecosistemas al cambio climático. Lavorel destaca que se ha demostrado, por ejemplo, que las plantas de crecimiento más lento son más resistentes a la sequía, un fenómeno que en regiones como la mediterránea aumentará con el calentamiento global. Pero, a su vez, los cultivos de crecimiento más lento capturan menos carbono, así que ambas variables deberán ser tenidas en cuenta en los futuros planes de adaptación.
También se investiga la relación entre los rasgos funcionales de las plantas y la producción de alimentos. Un punto de conexión en este caso es la polinización: “Una gran cantidad de los cultivos del planeta dependen de la polinización de insectos”, explica Lavorel, “y las características de las plantas determinan qué insectos les podrán polinizar, lo que influye sobre la producción de estos cultivos”.
En definitiva, entender la función de cada planta, y poder modelizar por tanto cómo cambiará el ecosistema en función de los cambios ambientales, es un tipo de conocimiento clave para la conservación. “Las especies no están desapareciendo de manera aleatoria”, dice Díaz, “algunas especies se ven más afectadas que otras, porque tienen rasgos funcionales que las hacen más vulnerables. Nuestro trabajo ayuda a identificar cuáles son, y lo que perdemos cuando estas especies desaparecen, en términos de propiedades del ecosistema y beneficios para las personas. Nuestro trabajo resalta cuán inextricables son nuestras conexiones con el resto de los seres vivos”, concluye Díaz.
La necesidad de actuar con urgencia
Ante la dramática pérdida actual de biodiversidad, los tres galardonados han coincidido en resaltar la necesidad de actuar con urgencia. “El funcionamiento del tapiz de la vida en la Tierra, del que todos formamos parte, está amenazado, y no podemos tener un futuro razonable sin él”, ha advertido Díaz. “No es demasiado tarde para actuar, pero la ventana de oportunidad se cierra rápido, lo que hagamos en las próximas décadas será determinante”.
Westoby, por su parte, ve las especies como un valiosísimo legado de la evolución de la vida en nuestro planeta que debemos preservar: “De media, una especie tiene un millón de años de historia; durante todo ese tiempo cada especie ha estado resolviendo problemas de maneras diversas, así que cuando pierdes especies, es como quemar bibliotecas, o como arrasar monumentos históricos con una apisonadora, aunque yo diría que es algo mucho peor, porque estamos hablando de la historia profunda de la vida en la Tierra. Y corremos el riesgo de perder muchas de ellas a lo largo de los próximos años”.
Sandra Lavorel concluye que la biodiversidad es, en efecto, una “biblioteca de la vida” que ni siquiera conocemos todavía en su totalidad y hoy se encuentra seriamente amenazada: “Todos sabemos hoy que es extremadamente urgente revertir la tendencia actual si queremos evitar el hundimiento de nuestro actual Arca de Noé”.