Thomas E. Lovejoy (Nueva York, Estados Unidos; 1941 – Washington D.C., Estados Unidos, 2021) se doctoró en Biología por la Universidad de Yale en 1971, y fue catedrático del Departamento de Ciencia y Política Ambiental de la Universidad George Mason (Estados Unidos), así como presidente del Instituto Yale de Estudios de la Biosfera. A lo largo de su trayectoria, fue también director del programa de conservación de la World Wildlife Fundation, WWF (1973-87), secretario de Asuntos Exteriores y Medioambientales del Smithsonian Institution (1987-98), asesor de presidencia del Banco Mundial en materia de biodiversidad (1999-2002), presidente del Centro Heinz para la Ciencia, Economía y Medioambiente (2002-08) y presidente del Grupo Independiente Asesor en Sostenibilidad del Banco de Desarrollo Interamericano (2010-11) y consejero del presidente de la Fundación de las Naciones Unidas.
Además del Premio Fronteras del Conocimiento, Lovejoy recibió el Premio Tyler (2002) y el Blue Planet Prize (2012). Formó parte de numerosos consejos y grupos asesores en materia científica y conservacionista, y fue miembro de la National Geographic Society, la Sociedad Americana para el Avance de la Ciencia, la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, la Sociedad Filosófica Americana y la Sociedad Linneana de Londres, entre otras. En 2016, fue nombrado Enviado Científico por el Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Discurso
Ecología y Biología de la Conservación, I edición
Desde el cielo aparece como una alfombra infinita surcada de venas, marrones capilares hídricos infiltrándose entre el verde. De repente, una población. Si uno se fija, el verde que rodea la ciudad ya no se ve tan esponjoso: lo hieren carreteras y caminos que se ramifican como la raspa de un pez, y entre espina y espina el terreno aparece más chato, más pobre, más domado. Sucede que la selva no es infinita. Tiene un final. Pero un final que le crece desde dentro mismo, alimentado por un mundo geográficamente lejano –Europa, Estados Unidos, la Asia emergente– que ansía petróleo y madera, cultivos de biocombustibles y soja.
Los biólogos estadounidenses Thomas Lovejoy, investigador asociado del prestigioso Instituto Smithsonian para la Investigación Tropical (STRI), y director de Biodiversidad del Centro H. John Heinz III para la Ciencia, la Economía y el Medio Ambiente; y William F. Laurence, del STRI, fueron los primeros en analizar científicamente y a gran escala este proceso continuo de final. La inmensa selva Amazónica que fascinó a Orellana en el siglo XVI, que es aún hoy hogar de decenas de etnias no contactadas, “está muy próxima a un punto de no retorno”, alertó Lovejoy. “La degradación está siendo mucho más rápida de lo previsto, aunque hay que valorar positivamente las ambiciosas iniciativas de conservación que empiezan a ponerse en marcha.”
La selva amazónica ocupa más de cinco millones de kilómetros cuadrados. Es el paraíso de la biodiversidad por definición. Una de cada diez especies vegetales y animales conocidas viven en la Amazonia: al menos 4.000 especies de plantas, 3.000 de peces, unas 1.300 especies de aves, y cerca de 1.500 mamíferos, reptiles y anfibios han sido clasificados en la región, pero se desconoce cuánto podría extenderse esa lista. “Es el único sitio del mundo donde puedes ver jaguares, águilas, tapires… todos estos magníficos animales en libertad”, señala Laurance.
En los años setenta Thomas Lovejoy se dio cuenta de que era indispensable estudiar los efectos sobre la selva de un problema que figura el primero en la lista de amenazas a ecosistemas en todo el Planeta: su fragmentación. Lovejoy puso así en marcha el Proyecto de Dinámica de Fragmentos Forestales (BDFFP), que está administrado por el Smithsonian y el Instituto Nacional de Brasil de Investigación de la Amazonia y que constituye el más extenso estudio, en espacio y tiempo, sobre hábitat fragmentado en la selva. William F. Laurance, por su parte, se ha convertido en el investigador más productivo del proyecto, con más de doscientas setenta publicaciones en revistas científicas de gran impacto y de artículos de divulgación.
El BDFFP cubre un área de más de 1.000 Km2. Incluye grandes extensiones de Amazonia intacta, además de numerosos fragmentos de selva de entre 1 y 100 hectáreas que los pastos para ganado y las zonas deforestadas han ido acotando. En todas estas áreas los investigadores del BDFFP han tomado muestras de árboles, aves, primates, pequeños mamíferos, anfibios o insectos antes de la deforestación –entre 1979 y 1983– y también después, a intervalos de tiempo regulares. De esta forma el BDFFP ha generado un conocimiento fundamental: saber qué especies estaban presentes, y en qué cantidad, antes de la deforestación. Puede parecer algo trivial, pero la enorme complejidad de los ecosistemas tropicales, y la rareza y distribución irregular de muchas de sus especies, hacen que esta información sea en sí misma un gran avance que muestra el valor de este experimento pionero.
La interpretación de esos datos ha conducido a más hallazgos. Laurance y Lovejoy descubrieron, por ejemplo, que los cambios que tienen lugar en las fronteras de la selva artificialmente fragmentada se extienden mucho más allá de lo esperado, hasta incluso una decena de kilómetros. Además, en los pedazos de selva rota la mortalidad de los árboles, en especial los más grandes, aumenta de forma dramática por las alteraciones en el microclima selvático natural. Y, en la Amazonia, cuando muere un gran árbol lo hace también todo el complejo y riquísimo ecosistema vertical que este sostiene, un panal de nichos ecológicos tan densamente construido como los rascacielos en Manhattan –mejor: como rascacielos que albergaran una especie animal o vegetal distinta en cada uno de sus apartamentos–. La muerte de árboles implica, por tanto, una importante pérdida de biomasa.
El proyecto BDFFP también ha contribuido a cerrar un largo debate en el ámbito de la conservación
¿Qué es mejor, proteger muchas zonas no muy extensas, o una única pero gran área? El BDFFP demostró que en apenas quince años las especies de aves se reducían enormemente en los fragmentos de selva de un centenar de hectáreas, lo que indica que conviene dejar intactas extensiones muy amplias de selva.
Otro resultado reciente tiene que ver con modelos matemáticos que simulan la evolución de la selva en función de las políticas de conservación –o no conservación– que se apliquen. En el artículo ‘El futuro de la Amazonia brasileña’, publicado en Science en 2001, Laurance afirmaba: “La Amazonia brasileña está experimentando ahora la mayor tasa mundial absoluta de destrucción de selva (…). Hemos desarrollado modelos informáticos que integran datos sobre deforestación, tala de árboles madereros, minería, autopistas y carreteras, ríos navegables, vulnerabilidad a incendios, áreas protegidas e infraestructuras en proyecto o ya existentes, en un esfuerzo orientado a predecir el estado de la Amazonia brasileña hacia 2020. Estos modelos sugieren que la selva sufrirá alteraciones drásticas durante las próximas dos décadas, resultado de los actuales modelos de desarrollo y tendencias de uso del territorio”.
¿Qué efectos tendría para el resto del Planeta que la Amazonia dejara de existir? “Sería una gran contribución al cambio climático, además de una inmensa pérdida de diversidad biológica”, respondía Lovejoy. Deforestar implica liberar a la atmósfera el carbono previamente almacenado en los organismos vivos. Las simulaciones indican que este proceso, en la Amazonia, hoy podría estar emitiendo a la atmósfera hasta ciento cincuenta millones de toneladas de carbono al año, una cantidad equivalente a la de todo el Reino Unido.
¿Hay alguna forma de frenar el proceso? Lovejoy y Laurance sabían que, lo mismo que los efectos de la deforestación no son locales, tampoco lo son las causas. Por eso su labor a la hora de formar investigadores y de difundir la importancia de la Amazonia se desplegó tanto a escala regional como internacional. El BDFFP ha formado a decenas de nuevos científicos y gestores ambientales, entre ellos muchos que ocupan hoy puestos de decisión con incidencia sobre la Amazonia. Su mensaje es claro: “De forma más o menos directa todos jugamos un papel en la deforestación con nuestro uso del petróleo, con la compra de madera…”, dice Laurance. “No son los países locales, todos debemos contribuir y trabajar. Esto es algo que nos debe preocupar a todos. Necesitamos parar la deforestación”.